Piélago. Pleamar. Piélago

Cuando llegué al laboratorio hace unas semanas, vi en cámara lenta la aparición de esos velos, tonalidades de azul, cian, turquesa que marcaban sin parar el alcance del mar. Para mí era una nueva llegada a ese punto en el que caigo siempre en relación al trabajo de Paola Dávila: experimentar su sentido del límite, no como barricada, sino como linde, el encuentro franco con algo más.

Me gusta la oportunidad de llamar laboratorio a la playa en la que nos encontramos. Es un paisaje, pero también un espacio de análisis, de procesos minuciosos, de registro sobre la temperatura, los rayos UV, condiciones ambientales, efectos de la salinidad, la fotosensibilidad, los minutos y las horas transcurridos, reacciones químicas que marcan el tiempo. Esta vez la prueba y el error son oportunidad de un tipo de performatividad: la ampliación de las metodologías fotográficas hacia la implementación del cuerpo -habitar un territorio-, con otros seres, trabajar con ellos; hacia construcciones de la imagen casi pictóricas, hacia el uso de material orgánico como un desdoblamiento de la interacción con el exterior, el medio ambiente. La naturaleza, la aproximación al paisaje ha estado siempre presente en el trabajo de Dávila, ya aludiendo a las referencias pictorialistas de los siglos XIX y XX, ya como crítica sensible, política sobre el control y la necesidad humana de construir lugares. En su obra los conceptos de espacio natural y arquitectura se enciman uno sobre otro, los de imagen fotográfica y escultura provocan y cuestionan las posibilidades de su relación, incluso los de intimidad y paisaje. La pregunta sobre las disciplinas sobrevive en su trabajo gracias a la orilla y al límite.

Pero la orilla es horizonte profundo. En el proyecto Mareas, que Paola Dávila ha desarrollado como parte de su residencia en CRIA y del cual devienen Bosque y Horizonte, las posibilidades de expansión de los elementos que configuran su investigación se reconfiguran. El agua, constante en su investigación visual, ya no es escenario en el que irrumpe la memoria del cuerpo, sino entorno y protagonista, operador constante de la imagen, el agua revela, devela, performa. El paisaje queda registrado por contacto directo con el papel y la emulsión sensible, y en este caso, materia orgánica y el vestigio de organismos vivos lo habitan. Es decir, no hay su representación, sino su presencia directa como parte de la obra. Es casi dramaturgia, una discusión altisonante con las artes visuales, la historia del Paisajismo se vuelca.

En el laboratorio me es inevitable pensar en British Algae de Anna Atkins (1841), en los primeros pintores impresionistas, en el ejercicio de campo de Niepce y Daguerre. Pienso en la práctica de Dávila como un regreso quizás oportuno -pospandémico- a la acción artística clásica, originaria, y a la vez le entiendo como un Taxón Cajón de Sastre, ese espacio de incertidumbre en donde entra todo lo que es difícil de referenciar y vincular. Es justo en esa categoría en la que se ubican los quelpos: este bosque de kelp evoca al Reino Protista, esos seres que no encajan ni en el mundo animal ni en el de las plantas, o los hongos. Este bosque ilustra también una práctica que parece familiar pero se escapa de lo común y de la historia para revertir, incluso, la manera en la que el arte contemporáneo se involucra con el medio ambiente y entiende la imagen. Aquí el papel cita pero es también paisaje.

El agua es acción, el ser humano sueña con lugares aún no intervenidos. Agua escritura, un texto sobre los límites, el borde, al margen una nueva profundidad del horizonte. Nos estancamos y fluimos. La obra reciente de Paola Dávila está dejando los muros, la alusión a lo bidimensional, la superficie desdobla y confluye lo horizontal y lo vertical como una manera de dislocar las referencias espaciales simbólicas y geográficas. El panorama de un bosque desdobla sus planos.

Lorena Peña Brito

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