Leonardo, 2024

Transiciones

La luna llena y aún así la noche espesa. En una hielera, un pescado: su dinamismo. Tomarlo por la cola que no por la cabeza, no sólo por comodidad, sino para eludir los ojos suspendidos en un tiempo que se quebró. Un animal muerto arrullado por última vez. La alianza entre lxs cuerpxs.

La pintura como tecnología que puede interrumpir el tiempo lineal. ¿Qué ha sucedido entre los bodegones del XVII y nuestra mirada? Ya no la naturaleza muerta como un objeto listo para ser diseccionado y poseído, tampoco una constelación donde la belleza es el contraste entre lo orgánico y el poder suntuoso y soberbio que detiene momentáneamente la putrefacción. ¿Entonces qué?

En la serie Transiciones, Leonardo Ortega reúne pinturas de animales marinos metabolizando su paso entre la vida y el cadáver: el instante en el que el cuerpo se convierte en carne. Si en los bodegones las obras están acomodadas como mercancías seductoras detrás del vitral fantasmal que es la pintura misma, aquí sucede algo parecido a lo que la fotógrafa Diane Arbus usó para describir su posición como artista: “me paro enfrente de las cosas en vez de ensamblarlas, me ensamblo a mí misma”.

Hay que ser cuidadosxs en no confundir el pararse enfrente de algo con fijarlo como imagen. El animal deja de ser el signo del dominio del hombre sobre la naturaleza o de una clase que tiene el poder adquisitivo para hacer del trabajo del pescador un fetiche visual. Aquí las pinturas toman posición inclinándose por los modos de uso, tránsito y circulación de los jureles, rockots, jaibas, almejas chiludas y peces blancos, indicando tanto un territorio —Ensenada— como una serie de interacciones en su proceso de compra-venta, antes del consumo alimentario. Coreografías de la vida cotidiana, ademanes propios del estado de la materia (de la carne) y sus relaciones.

“Lo líquido y lo viscoso de los pescados los hacen más difíciles de sostener”, me dice Leo. “El peso líquido de lo que acaba de morir, tan distinto al que fluye en un cuerpo de agua vivo, sea el mar o nuestrxs cuerpxs. La singularidad de lo resbaloso, el estado en que se encuentran cuando los estás pintando: una masa distinta a la de unx cuerpx con alma o ya podrido”, le contestó.

El artista reparando en modos de vida y situaciones que usualmente se pasan de largo; el pescado recibiendo un tratamiento casi ritual. Los testigos… y luego la pintura operando un retorno a ese momento, reconstruyendo la vivencia mediante

acentos clásicos de luz, grisallas y contrastes equilibrados para poner atención en la expresión de los puntos de encuentro.

La frontalidad de la imagen fotográfica distorsionada por los pesos —sobre todo verticales: fuerzas de gravedad, dirección corporal hacia la tierra— que la pintura puede conjurar. El signo se quiebra, las sensaciones brotan. Un tendón entre la mano del vendedor de pescado y la hendidura fresca que separa la cabeza del cuerpo, ahora ausente. Pathos transhistóricos: La incredulidad de Santo Tomás (1601-1602). No la comprobación de lo divino, sino la curiosidad por aquello que estuvo vivo.

El sol sobre la piel conteniendo, aún tersa, a los órganos. Unx cuerpx nunca está solo, ni en ese estado. Las colas deslizándose hacia abajo mientras los torsos se engarzan, se sostienen, se raspan. ¿Cómo respiran? Quizá en la transición infinita de la materia en energía y viceversa. En lo todavía vivo del animal “transparente y gelatinoso”. Fuerzas, gestos y posiciones vitales sostenidas como pintura para seguir circulando.

Sandra Sánchez agosto del 24

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